Ay!
La sangre corre de mi mano, me
corté con profundidad.
Han pasado varios días desde la
última bomba. Aún hay algo de ese extraño humo, de ese extraño olor a carne
quemada.
Solo uno de mis vecinos está
vivo, un niño de 7 años. Él había salido de su refugio antes que yo. De
casualidad, me contó, vió como alguien intentó ayudar a un “humeante”, pero
comenzó a quemarse ese también.
Donde hay humo, no se toca. Miles
murieron en agonía pos bombardeo, sin poder hacer nada, solo ver ser
consumidos.
Luego de ocuparnos de los
cuerpos, comenzamos a limpiar ladrillo por ladrillo. Primero se rasparon mis
manos, en poco tiempo ya tenía cayos. Paso todo el día en esa labor. Hace que
no piense, que mi mente esté ocupada.
Recién me doy cuenta, pasé
minutos mirando fijamente la herida, perdida.
Tomo de ese polvo que hay por
todos lados. Cenizas de casas, de hogares, de negocios, de personas. Agarro más
desde el suelo y apretó con fuerza, lastimándome más… queriendo aferrar eso a
mí, junto al líquido que emana de mi mano.
Es mía.
Salí cuando me encontraron un grupo de personas llenas de
polvo, a las que casi no reconocí. Encontrar una persona viva, luego me di
cuenta, era de una extraña alegría; pero esos en los pocos momentos que
llenaban levemente de vitalidad necesaria para continuar con las labores.
En cuanto pisé fuera, después de la segunda tanda de bombas,
era como despertar de un sueño profundo donde uno tarda un poco en enfocar
donde se encuentra. Para mí no era mi ciudad, no la reconocía en sus fachadas,
hasta me costó ubicar cual era la calle.
Poco después me uní a los demás, primero en las búsquedas
(ya que de enfermería no tenía conocimientos) luego pasé a las tareas de
higiene… había que comenzar rápidamente a recolectar cuerpos o la situación
podía volverse aún peor. En filas los cadáveres completos y en pilas los
incompletos e irreconocibles.
Había bloqueado casi todo lo
sucedido de forma, creía, inconsciente. Seguí con la vida, por mí que había
sobrevivido pero también por mis compañeros. Era para mí la mejor forma de
homenajearlos.
Hoy día tengo una familia, una
esposa, tres hijos y cuatro nietos.
Justamente fue un día de julio hace como una década atrás cuando uno de mis
nietos estaba jugando con unos “ladrillos” para chicos de una marca conocida,
mientras yo estaba con una llamada de un colega de mi antiguo trabajo. Hablaba
caminando, me estaba riendo, distendido y distraído, cuando sin querer pateo la
construcción del niño.
Automáticamente comenzó a llorar,
colgué la llamada para pedirle disculpas y ayudarlo a reconstruir nuevamente.
Pero fue ahí, entre la elección de mi mente de la palabra
“reconstrucción”, la forma como quedaron
desparramados los ladrillos de plástico sobre el parquet y mi visión desde
arriba. Primero comenzó a temblar mi mano, luego me quedé duro y pálido
mirando. Mi nieto notó que algo me sucedía porque había dejado de llorar y
llamo a mi esposa, su abuela. En el
ínterin me vinieron todas las imágenes del recorrido que hice con el avión
sobre la ciudad de Dresden destruida.
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